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- Compromiso-
- Sonetos para una tarde de verano
- Más allá de las palabras
- Página
- Pulso
- Una luz en la luz
- Dhyana (en meditación)
- Cuaderno del vacío
- Esencia
- Ser
- Poemas de amor
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viernes, 13 de marzo de 2009

APRENDIENDO -II- : EL MAESTRO

Confieso que me he topado con poquísimas personas de las que osaría decir: es un maestro. Un ser así llamado ostenta para mí la categoría de excepcional en clara alusión a los aspectos capitales de su existencia: su relación consigo mismo, su trato con los demás, su vínculo con la naturaleza partiendo de su integración en ella, el empleo de su energía, la comprensión de su genealogía y entorno inmediato, la creación del sentido de su vida y, por ende, de su muerte, y la búsqueda de sus propias respuestas, verbales y no verbales, frente a los enigmas del universo y sus problemas cotidianos.
Si únicamente advertimos las zonas periféricas de un maestro, puede resultarnos vulgar a la mayoría, o parecernos un excéntrico más, dispuesto a todo para no pasar desapercibido. Mas su núcleo es el de un dragón: apenas unos pocos saben en verdad cómo camina, por qué cielos vuela, dónde se tiende a descansar, con qué se alimenta, qué lo motiva, de dónde nace su fuego…
Lo denomino ser porque es una persona que, ante todo y todos, es ella misma cueste lo que cueste y le cueste. Se trata de un individuo real por su inquebrantable consagración a recorrer las vías que presiente propicias a su búsqueda de la dicha permanente o la comprensión plena no-mental, sin dejar por ello de disfrutar del camino recorrido. Lo llamo excepcional refiriéndome a su potencial humano: no es ya la mera semilla que prometía convertirse en hombre en un futuro vago y muy distante, sino que ha germinado como persona cabal, de trazo firme, y recorrido el suficiente trecho a plena luz del día como para darse cuenta de que no nació por un capricho cósmico, ni para satisfacer las expectativas de alguien. Su excepcionalidad es la confirmación de la promesa de destino común que habita en todos los humanos; destino que puede y debe nacer en nosotros, y que hemos de desarrollar cada cual a nuestra manera por derecho natural y compromiso con la totalidad.
El maestro ya nace como tal. Un buen día, siendo infante, niño, adolescente, joven, hombre maduro o anciano, notará que el barco que lo conduce hacia la muerte es la idea que tiene de su propia vida: el barco lo ha ido construyendo él mismo a base de órdenes recibidas, enseñanzas adquiridas, aprendizajes honestos, sueños ajenos, normas acatadas, placeres no comprendidos, deseos insanos, dolores persistentes, unos pocos ratos de gozo, y toneladas de sufrimiento. Entonces, saltará al mar desde ese barco, en el que viajaba con muchos otros homínidos, y caerá en su propio bote de remos. Comenzará a remar solo, sin perder de vista el barco por si acaso, y se sentirá extraño, libre, aterrado, y responsable por primera vez. Allí nacerá su maestría, que habrá de nutrir y cuidar momento a momento. A partir de entonces, intentará desarrollarse como hombre que siente que transporta y custodia un tesoro de incalculable valor sin revelar; tesoro que valdrá la pena descubrir en soledad, por sí mismo, para después disfrutarlo solo o acompañado.
Todas las cualidades y características hasta aquí mencionadas, sustentan y adornan al maestro en medida e intensidad suficientes como para poder ser distinguido entre cualquier gentío o colectivo humano. Cosa bien distinta es que él mismo decida adquirir notoriedad en ciertos escenarios o se decante hacia el anonimato casi absoluto. De cualquier manera, siempre será detectado por aquellos corazones y almas grandes, aptos para rastrear las huellas de sus pasos o proclives a deleitarse con las armonías de su silencio.
Aconsejado por su propia lucidez y guiado por las señales que su intuición distinga, un maestro puede decidir emprender el viaje de su pleno autoconocimiento a través de bosques inextricables, diáfanos desiertos o galerías subterráneas, llevando a cabo una vida corriente en el centro de la gran ciudad, desempeñando heroicas misiones en lugares recónditos o mediante la creación y vigilancia de un espacio sagrado donde personas afines e interdependientes puedan ayudarse en el cultivo de la salud, asimilada como su propia e ineludible rendición consciente a la naturaleza de la que forman parte.
El maestro sabe de su condición de discípulo de lo total, del universo o como queramos llamarlo. Aprende sin desmayo de todo y de todos. Está siempre tan dispuesto a descubrir las riquezas del mundo, que éstas se le revelan en múltiples formas y por canales inesperados. Un maestro es sólo un usufructuario de la energía: no la posee, no hace acopio de ella, se limita a usarla para su propio bienestar y el ajeno, y disfruta de ella, con ella, contemplando cómo la energía da lugar a maravillosas y fragantes flores, jamás concebidas, dónde y cuándo gesta los nuevos frutos del vacío, o en qué grado desencadena sublimes e inauditas melodías.
Discípulo es todo aquél que en verdad está dispuesto a aprender de su maestro, que lo aceptará a su vez como aprendiz. Un maestro verdadero jamás enseña al discípulo cómo proceder, en qué fijarse, cuándo actuar, o en qué casos dejar que las cosas ocurran espontáneamente, sin su intervención. No se lo enseña, no porque no quiera sino porque le es imposible llevarlo a cabo. Si te has convertido en su discípulo, el maestro auténtico te señala cuáles son los caminos que no has de transitar, te insta a evitar ciertas compañías insalubres, te invita a desidentificarte de algunas actitudes o estados, y en suma trata de conducirte hacia tu maestro real, el guía interior que custodia la dicha que te corresponde como hombre, y que te es leal en todo instante, bajo cualquier circunstancia. De ese modo, el maestro te deja libre para que busques y encuentres tu destino mediante el esfuerzo responsable de tu singularidad, comprometiéndote a desarrollar al máximo tu inimitable destreza para la vida, y agradeciendo a la existencia la oportunidad recibida, que es poder llevarlo a cabo desde una perspectiva original, la tuya.

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