Decía Don Juan Matus, indio yaqui, a su discípulo Carlos Castaneda -en alguno de los maravillosos y mágicos libros escritos por este último- que el ser humano, para bien o para mal, lo que hace durante toda su vida es fundamentalmente aprender.
Aprender para mal no requiere ir más allá de las consecuencias inmediatas derivadas de la propia acción, el aprendizaje. Con sólo dejarnos atrapar por el atractivo que ejerce sobre nosotros el placer –en forma de huida compulsiva del dolor, comodidad, seguridad, poder sobre los demás, orgullo, ausencia de compromiso, olvido de uno mismo, etc.- de la aproximación fácil, no participativa, a los cambios continuos de la vida, el aprendizaje de lo insano se adquiere de forma casi inmediata y, lo que es peor, pasa a formar parte de nuestro subconsciente para toda la vida en la mayor parte de nosotros.
Aprender para bien -entendiendo ‘para bien’ como lo saludable, lo que nos aporta serenidad, gratitud, contento, lo que nos permite madurar y adquirir responsabilidad sobre nuestra situación y lo que la ha originado, lo que nos vincula con los otros hombres y la naturaleza- nos resulta casi siempre arduo, incómodo, poco atractivo, porque siempre necesita nuestras agallas, el enfrentarnos con nosotros mismos, el hacer que nuestra energía aumente para encontrar después cómo canalizarla creativamente, el tener que pasar por comprender las cosas desde dentro, de corazón, participando activamente en ellas, y el quedarnos en muchas ocasiones desnudos emocionalmente, sin máscaras tras las que ocultar aquello de lo que nos avergonzamos.
Además, el aprender para bien supone ir más allá de lo inmediato y evidente, de las ideas prestadas, de la obsesión por el resultado rápido y ventajoso que predomina en nuestro mundo actual. Implica la desnutrición del ego, el disfrute del camino sin escudriñar posibles metas, la escucha, vigilancia e investigación diarias, la comprensión de que el presente es el único destino real y posible para cada uno de nosotros.
El aprender para bien tiene consecuencias, que no resultados, que tarde o temprano se manifiestan en nuestra cotidianeidad. En realidad, sus consecuencias nos siguen y terminan por pegarse a nosotros como la sombra que son de nuestro esmerado y saludable aprendizaje. Uno va disfrutando de cosas muy simples, al alcance de todos o casi todos: vivencias nada espectaculares ni de las que presumir como dar un paseo al atardecer, comer sin prisa con un buen amigo, escribir una carta a mano, preparar un guiso, darse un baño con sales, barrer el suelo de casa, fregar los platos, escuchar una pieza musical, cantar sin saber por qué, jugar al ajedrez, reparar una bicicleta averiada...
Cuando, sin darnos cuenta, van acumulándose estas pequeñas vivencias --piedrecillas corrientes- en nuestras manos, un día, de pronto, todas juntas se transforman en preciosas, y nos revelan la riqueza que se ocultaba en su interior, expuesta a la luz por el acto de gratitud de haberlas disfrutado plenamente cuando nos parecían tan sólo baratijas. Esta mutación de lo profano en sagrado es un regalo que no puede buscarse directamente ya que es esquivo a la ambición y la avaricia. No puede ‘hacerse’ nada para su consecución pues no es definible como objetivo, ni personal ni colectivamente. Se trata de una bendición o gracia que la naturaleza nos hace llegar por sorpresa, desconociéndose su esencia y forma hasta que se manifiesta. Los ojos para ver lo pequeño, lo cercano y lo natural, son raros de encontrar entre nosotros. El acto en sí de participar de lo ordinario, lo alcanzable en el aquí y ahora, encierra el reto, que es un primer regalo donde se oculta, en semilla, el disfrute por la dedicación, y el regalo consecuencial no fechado que nos llega en forma de comprensión plena, sin palabras, de la esencia de la vida.
Para aprender las cosas para bien, la escuela definitiva es la propia vida. Si nos resistimos a sus continuas enseñanzas, vamos simplemente alejándonos más y más de aquello que nunca podemos perder, que es por definición nuestra propia naturaleza, la que unifica todo. Nos sentimos, así, como la parte que se opone al todo, creyéndose superior a él, capaz de conquistarlo. En esa tesitura, nos convertimos en creadores de nuestro propio sufrimiento. También del ajeno, en cierta medida.
En ciertos lugares y épocas, se han fundado y fundan escuelas cuyo propósito último es el de ser representantes del mundo natural y sus enseñanzas. En dichas escuelas, aprender para bien es el denominador común de todas sus acciones y omisiones, sus palabras y silencios, sus misterios y elocuencias. Sus discípulos aprenden primero el arte de desaprender lo falso a través de la escucha y comprensión de su cuerpo, de su mente, en soledad y en la relación con los otros y el mundo. Ellos van apartando cuidadosamente de sí todo lo que dificulta su percepción sensorial de la realidad, llevando conciencia a lugares de sí mismos aún inhabitados, inexplorados. La meta diaria es el desarrollo del amor por uno mismo a través de la confianza en el maestro y en los demás compañeros discípulos. El fin último es la integración en la totalidad, el retorno a lo que nos une a todos, el reconocimiento de la propia naturaleza como la única verdad posible y la celebración de la parte cuando constata que es en realidad el todo.
Hoy me considero afortunado, y me siento agradecido, por formar parte de una escuela así, como la que en mis mejores sueños pude alguna vez vislumbrar. Me asombro cada día de cómo esta escuela, mi escuela, va creciendo en salud, transformándose en una certera representante de la vida, en un ámbito cada vez más limpio donde echar raíces y aprender con tranquilidad de uno mismo, de los compañeros, de nuestras relaciones allende sus límites. En nuestra escuela, vamos siendo más y más conscientes de lo que nos falta, descubriendo aquello que hemos siempre tenido a nuestro alcance para disfrutarlo en soledad o en compañía. En esta escuela no nos aferramos a la soledad, ni a las relaciones personales.
Cada relación es considerada también como una forma de autoconocimiento. Cada momento de soledad comprendida es un silencioso tesoro que podemos y queremos compartir con los demás.
Luis Ángel Barquín
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viernes, 13 de marzo de 2009
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