Poesía es la creación de objetos de arte cuya materia es el lenguaje. He aquí una obviedad importante. En cuanto a la especie artística, parece claro que se trata de un arte del tiempo; mejor aún: de un arte de la memoria. Tengo, pues, temporalización y memoria por datos necesarios en la obra poética.
La temporalización posibilita una conducta «musical» del lenguaje, es decir, una composición en el tiempo. La composición es sentida por la memoria, es comprendida precisamente por la memoria de los sentidos. De otra manera: el discurso se hace memorable precisamente a causa de esta composición y es la memoria la que posibilita la existencia física del poema. Tiempo y memoria son activos también a la hora de dotar de contenido al poema. Advierto que, en la creación -o en la lectura- del poema, existen siempre, explicitados o no, tiempos de referencia (tiempos de los que tengo memoria: memoria de realidad, de experiencia...) y ello me proporciona los «asuntos»; la materia y la articulación intelectual. Pero la memoria es siempre conciencia de pérdida (recuerdo lo que ya no tengo o lo que ya no es); conciencia, por tanto, de consunción del tiempo correspondiente a mi vida y, por esto mismo conciencia de ir hacia la muerte. En mi libro Descripción de la mentira hay un renglón que viene a decir que toda mi actividad poética se deduce de «la contemplación de mis actos en el espejo de la muerte». Y cabe una segunda deducción (verificable, por otra parte): mi poesía estuvo siempre en la perspectiva de la muerte. El lenguaje es básicamente oralidad (no obsta el silencio de la escritura o la memoria de la palabra, es decir, su existencia únicamente intelectual) y la oralidad es física. La composición poética, es decir, la composición del lenguaje en el tiempo fortalece (la hace estéticamente sensible) esta consistencia física que, por otra parte, es inseparable de la significación (el que ésta sea convencionalmente clara, enigmática o paradójica es asunto irrelevante), que se «contamina» también de esta especial energía sensible. Por ello, las significaciones poéticas son sensibles antes que inteligibles: las significaciones se sienten; la sintaxis poética es una sintaxis para la sensibilidad. La experiencia de la emisión -o la recepción- de la poesía, intensifica mi vida y yo vivo esta intensificación como una forma de placer. Esta intensificación y este placer son independientes de la significación: la poesía fundamentada en el sufrimiento genera también placer. El placer es, según esto, la causa y la finalidad de la poesía. Ésta es un hecho «alquímico»: transustanciación de las significaciones, incluidas las derivadas de sufrimiento, en experiencias de placer. La operación «alquímica» (hago aquí un intento de expresión técnica) consiste en la confusión profunda del discurso musical y el discurso significativo. Quizá conviene alguna verificación a este pronunciamiento relativo al placer. Se sabe que la emoción estética modifica sutilmente los valores de la tensión arterial y del ritmo cardíaco, así como la conducta de las endorfinas, que son, al parecer, los neurotransmisores interactivos en relación con los episodios de placer y de defensa ante el dolor, y están presentes también en los actos de generación/creación. Según todo esto (y según también lo poco que yo sé de mí), en mi caso se trata, ya lo he dicho, de implicar placer en «la contemplación de mis actos en el espejo de la muerte» (según Descripción de la mentira) y, posteriormente («Siéntate ya a contemplar la muerte», en Lápidas, o «Ya sólo hay luz dentro de mis ojos», en Libro del frío), de implicar alguna forma de placer en la propia percepción de la muerte. Hablo de las tristezas corporales, de la vejez atravesando los órganos, de los avisos relativos a la desaparición de la conciencia. Quizá es este el momento de decir que es precisamente la conciencia mortal la que posibilita la medición del tiempo y de su dramática consunción, a lo que añado que, sin noción de tiempo, no es posible la temporalización del discurso poético. Más aún: no es posible la memoria (no es posible la memoria histórico-biográfica ni la específicamente poética), y, sin memoria, es impensable la composición artística (memoria de partes). Lo que digo para la composición artística vale, obviamente, para la composición poética. Alegado todo esto, me tienta la desvergüenza de proponer la siguiente hipótesis: incluso técnicamente, la poesía no sería posible -no existiría- si no supiésemos que vamos a morir. Quiero colocar algunos «puntos fuertes» sobre esta hipótesis. Se me permitirá, espero, ser obsesivo en relación con esta problemática inútil. La memoria es conciencia de pérdida del presente, conciencia de tránsito, luego la memoria es también conciencia de ir hacia la muerte. Según esto, la poesía es arte de la memoria en la perspectiva de la muerte. Por lo que a mí concierne, pienso sinceramente que el conjunto de mi poesía no es otra cosa que el relato de cómo voy hacia la muerte. En la generación del poema, la actividad de la memoria y del pensamiento son posteriores a un impulso musical. Yo no poseo mi pensamiento hasta que no me lo hace sensible/inteligible mi propia escritura, o, dicho de otra manera: solo se lo que digo cuando ya está dicho. Llegan, como impensadas, unas pocas palabras que me incitan a un desarrollo cuyos límites desconozco, aunque los reconozca en un determinado momento cuando siento que la palabra, físicamente expandida, debe ser cerrada, y advierto también que el cierre concierne a unas significaciones que han concertado ya su sentido. En el poema manejo palabras cargadas con valor simbólico, pero se trata de un simbolismo con un solo miembro: el símbolo es, en su naturaleza, aquello mismo que simboliza. Dicho de otra manera: es símbolo de sí mismo. La realidad es simbólica y yo soy un poeta realista porque los símbolos están verdadera y físicamente en mi vida. Sigo siéndolo al aprovechar su energía intelectual (la del símbolo). Cuando digo: «esta casa estuvo dedicada a la labranza y la muerte» hay aparición de símbolos, sí, pero sucede, además, que esta casa estuvo realmente dedicada a la labranza y la muerte. Siempre he dudado de la verdad de algo que, sin embargo, se me atribuye con frecuencia; se afirma que hay un componente surrealista en mi poesía, particularmente en Descripción de la mentira. Yo no lo creo así. Cuando digo: «Hay azúcar debajo de la noche; hay la mentira como un corazón clandestino debajo de las alfombras de la muerte», yo sé, apenas lo he dicho, que estoy rescatando materialidades de mi infancia, cuerpos reconocibles: yo robaba el azúcar, jugaba con las alfombras y mi madre me predicaba con la muerte. No se trata, pues, de imaginería «delirada»; se trata de invocar el tiempo; el transcurrido; mi tiempo. La palabra puede tener un aura simbólica, pero, ya lo dije antes, el símbolo lo es de sí mismo. En Descripción hay una crispación de estos símbolos y esto favorece la apariencia de surrealismo; en los libros posteriores, pienso que el símbolo se inclina a una especie de naturalidad. Yo admito que, aun así, funcione un mecanismo generador, de extrañeza, que exista un segundo sentido y que éste sea paradójico, pero mis materiales no vienen del sueño ni son automáticos (otra cosa, muy diferente es que, como dije antes, yo no posea -de manera completa- mi pensamiento hasta que no me lo hace sensible/inteligible mi propia escritura). Prefiero admitir lo que algún crítico Ildefonso Rodríguez, por ejemplo) ha venido a decir de mí: que el forzamiento del símbolo deviene expresionista. Yo sé que el expresionismo tiene, quizá siempre, un soporte realista, al menos en el sentido dado por interpretaciones (de mi escritura] como la que hace Miguel Casado cuando dice: «....la imagen resulta de la omisión de algún elemento, no de la sustitución semántica (...), Los objetos están ahí; no son "imágenes literarias”, son presencias....», y antes: «... pertenecen a una descripción rigurosamente real (...) pero tienen una segunda lectura como constituyentes de la personalidad del yo, mediante la experiencia, y una tercera como símbolos». Aquí, un inciso que no debiera ser más que una nota a pie de página si yo me manifestase con algún método. Yo escribo desde el miedo y el miedo está siempre referido al porvenir. El tiempo poético -mi tiempo poético- es más largo que el de los poetas portadores de esperanza, porque el extremo de cualquier esperanza es anterior a la muerte. Naturalmente, no puedo contrastarme con ningún poeta que se refiera al «allende», es decir, que no sitúe el corte ontológico en los límites del mundo de la experiencia. Parece claro que, en mi caso, la paradoja consiste en la voluntad de construir un objeto de arte con el miedo a la muerte. Pasando a cuestiones ceñidamente formales, me parece oportuno anotar que, en el conjunto de mi escritura, hay abundantes piezas que, técnicamente, son reconocibles como poemas porque su sistema de simetrías está dentro de una tradición y su aspecto es el de una organización versal o versicular, pero, a partir de Lápidas y, sobre todo, del Libro del Frío, estas formas de organización han comenzado a desaparecer; no permanecen líneas métricas o rítmicas; en todo caso, se trata de «bloques rítmicos». Pero no sé con claridad lo que puedan ser estos «bloques rítmicos». A pesar de su aspecto, me resisto a admitir que se trata de prosa, porque yo tengo noción de unos «contornos» poemáticos, noción de una especie de conformación estrófica. Si a esto, en mis últimas fases, añadimos la casi siempre presente narratividad, se me podrá creer si digo que, progresivamente, experimento una pérdida de conciencia respecto al género literario en que me muevo (creo que esta experiencia no es nueva ni excepcional), y que esta pérdida me induce a una gloriosa confusión sobre si existirán o no los géneros; o sobre si todos los géneros serán poéticos; o sobre si, más felizmente perdido aún, estaré o no adentrándome en el aristotélico género que «carece de nombre»" Habrá de perdonárseme que hable tan seguidamente de mi escritura para decir algo sobre la poesía en la perspectiva de la muerte, cosa que, supongo, es asunto de muchos (mejor dicho: asunto de todos, quieran o no quieran). No es sólo porque esta escritura esté más a mano, es porque de este modo, lo que digo tiene asideros en la experiencia.
Antonio Gamoneda (extraído de su libro “El cuerpo de los símbolos”)
Antonio Gamoneda (extraído de su libro “El cuerpo de los símbolos”)